22 diciembre 2017


La siesta provinciana


Vengo de una provincia

de siestas blandas y suaves

días partidos al medio

tardes de horas puestas

a secar en la soga

del patio de atrás. 


A los seis años

el tiempo de robar las galletitas

de la caja de arriba

sin ruidos ni huellas.

Mamá no sabe. Duerme.


La siesta es

un paréntesis en la mitad

de una frase enrevesada.

La pausa necesaria para tomar aire

y amanecer otra vez.

La ciudad suspendida

entre los pliegues de la almohada.


Y qué si la vida es un montón de siestas

que robó una mano chiquita

de la caja negra de los mandados 


y qué si la muerte es una siesta larga
de la que nadie te venga a despertar.



16 julio 2017

Tengo afición por el huevo pasado por agua. Por apresar el gusto de la yema tibia, líquida, casi cruda. El huevito de la infancia que mi mamá me servía en una taza diminuta, apenas deshilachado en la superficie.
Pero mientras el huevo se agita entre las aguas, corrijo prácticos, leo, escribo, salgo a descolgar la ropa. Nunca llego a tiempo para la cocción acotada. Termino conformándome con la consistencia rígida de un solcito que emerge de una coraza blanca y que, mientras rueda sobre el plato, me reprocha la solidez de mis despistes.
 
Artista: Edwin Giovany Vacaro Buezo (Guatemala)
 

24 junio 2017

Sobre mis zapatos

En esta ciudad aprendí a correr detrás de los bondis, trepar a saltos las escaleras, esquivar los charcos de la calle, acelerar el paso en las avenidas, ondular entre la gente y las máquinas, pisar baldosas flojas, zapatear sobre el chasquido de las hojas secas, seguir la procesión de la salida del subte, trotar, siempre trotar, trancos altos y largos, vamos que se hace tarde, muy tarde, no hay tiempo para darme vuelta a mirar quién me pisa los talones.
 
Me volví joven y ágil, me amoldé tanto a mi propia estatura que guardé los tacos altos en algún rincón olvidable. Me fui a andar al ras del suelo y del tiempo.


30 abril 2017

Masificados y enlatados



Después de escuchar las primeras noticias sobre las muertes y femicidios de todos los días, llega el momento de ensardinarse. La máquina chirría y la gente se prepara para el salto. Las puertas se abren, reciben a la masa de gente que empuja, aplasta, retuerce.
Los cuerpos de chicle se amoldan a la casilla. A veces alguno tironea y un pedazo de masa se desprende del resto. Sube, entra al horno y termina de desintegrarse.
También está lo bueno, lo mágico. Nadie sabe qué estás ahí, ni siquiera el chofer de la máquina. Alguien viaja en el vagón de al lado e ignora que estás. Ni vos ni el otro saben de sus respectivas existencias, no se vieron nunca las caras y, sin embargo, viajan juntos.
-Parecen sardinas, boluda, ¿viste?- le comenta un pibe a una piba, mientras mira cómo la máquina pasa repleta y los deja esperando en la orilla.
Se escucha un nuevo verbo con pronombre adosado: ensardinarse. Alguno dice, por ejemplo, “No pienso ir a ensardinarme a (nombre del lugar), ya me ensardino todos los días en el subte”.
La máquina frena en la última parada. Alguien abre la lata de sardinas . El aceite se expande sobre los rieles. Los lubrica y los prepara para el próximo viaje estelar de la máquina compresora.

24 marzo 2017

La suerte fue echada

Cuando vio que todos los números de su billete de lotería coincidían con los de la publicación, dejó de pensar que el mundo y la suerte siempre le daban la espalda.

Buscó entre sus bolsos el adecuado para transportar la ganancia. El elegido fue un maletín de lona, mediano, que le permitiría hacer pensar a la gente que era un profesor de secundaria, llevando a clases los libros y apuntes para sus clases.

De la agencia de lotería salió con dos cheques, directo al banco. Pronto su antiguo y rotoso maletín de lona negro se transformó en el  recipiente contenedor de la fortuna que nunca se hubiese imaginado tener.

Estaba feliz. Lo único que alteró un poco su felicidad fue descubrir un agujerito diminuto en la lona del bolso. Temió  que algún transeúnte atento pudiera advertir la existencia de un billete tras el pocito de lona. Seguramente todo era producto de una paranoia lógica, nunca había andado por la calle con tanta plata. Esa misma paranoia que pronto lo llevó a sentirse acechado por sombras que lo rodeaban, que caminaban detrás, zigzagueando tras sus pasos. De golpe sintió que algo lo tironeaba.

Llegó por fin a la puerta de su casa. Estaba agitado; había corrido. Sintió que una especie de cordón elástico le rozaba la mano, y entonces vio aquello que lo había hecho pensar en una persecución para un robo. Era un hilo negro, un grueso hilo negro que le envolvía la mano, bajaba y se extendía en olas en el lugar en el que debería estar el bolso. Hilacha. Solamente hilacha  dispersa en la vereda, en la calle. Del dinero, no quedaban ni rastros.                       

02 marzo 2017

El último corso


Fue durante un carnaval. Yo tenía 13 años. El corso se hacía sobre la avenida Ibazeta -en la ciudad de Salta- y mi casa estaba cerca. Con una amiga decidimos ir pero, antes, dar unas vueltas por los alrededores para comprar chicles y lanzanieve. Cuando doblamos en una esquina,  nos topamos con un grupo de muchachos.  Eran como diez. En cuanto estuvimos a la par de ellos, comenzaron a gritarnos groserías.  Cuando advirtieron nuestro amague de bajarnos a la calle, nos rodearon y nos tocaron el culo. A mí me agarraron unos cinco y a ella otros cinco, y nos manosearon. Después se alejaron, riéndose a carcajadas.
No se usaba denunciar ni contarle a nuestras mamás. En esa época, nos enseñaban a aguantárnosla y a no hacer ni decir nada,  porque “podía ser peor”,  es decir, el tipo podía enojarse, y un tipo enojado era propenso a  golpear  y a matar, eso estaba comprobado. No había que hablar, además, porque por qué tuvimos que andar solas por ahí, tendríamos que haber sabido que era peligroso.  Desistimos de ir al corso; volvimos a nuestras respectivas casas. Nunca más volví a ningún corso.
No fue la única vez que me tocaron el culo en la calle. No fue la única vez que me faltaron el respeto. Todas las veces la misma impotencia, la misma rabia. De todas formas, qué suerte que lo que me pasó no fue nada, a la par de lo que viven otras mujeres. Qué suerte.

24 febrero 2017

Lo lindo de ser ama de casa


Mi amor: Te dejé las cosas listas, como siempre. Las camisas en el placard, planchadas, con la bolsa de plástico para que no las toque ni una pelusita. La comida, en la heladera. Te hice pollo a la naranja con arroz, tu comida favorita. Las naranjas son las más agridulces que encontré en el mercadito, como a vos te gustan. Para acompañar, un refresco especial de menta, limón y palo amargo. Te va a encantar.
Yo salí a comprar un digestivo porque me duele un poco la panza. Se ve que las frutillas con crema de ayer me hicieron mal.  Te prometo que no tardo, no te enojes como la otra vez.
Aprovechá que vas a estar un rato solo, tranquilo, y quédate en el sillón, viendo el partido. Yo vuelvo enseguidita. Si te duele un poquito la panza y te dan unas puntadas, y sentís que el estómago se endurece, esperáme que ya voy con el digestivo.
Quedate en el sillón, quieto, lo más quieto posible, mientras cae la noche y yo regreso a casa.
 

20 febrero 2017

EL REMEDIO PARA RESPIRAR


Iba con mi papá por un caminito escarpado. Tenía 9 años. Subíamos un cerro pequeño de Cachi, un pueblo calchaquí de la provincia de Salta. Íbamos en busca de una vaca lechera.
Mis padres ya habían probado con el Decadrón, la Teosona, el Respimex, el vapor de eucaliptus, el té de penca, el vino Abuelo con huevo crudo por las mañanas,  pero yo no me curaba. Un día escucharon que para terminar con el asma lo mejor era  darle de beber, al  afectado, un vaso de  leche "al pie de la  vaca". Por eso fuimos con papá, durante esas vacaciones en Cachi, en busca de la vaca lechera que me iba a curar.
Había una casita en la cima, un corral grande con animales, una vaca negra y blanca, como las de los dibujitos. Un señor la ordeñó y me alcanzó un vaso de plástico con el líquido caliente. La leche era un torrente de sal espesa y grasosa. No recuerdo si tomé el vaso entero.
A los 14 años tuve mi último ataque de asma. Un día iba a curarme, y me curé.  Mis padres y sus artilugios para terminar con mi asma me enseñaron que es necesario hacer todo lo posible para tratar de estar bien, para curarse. Sé que tengo que salir siempre en busca de la vaca lechera,  por más que el cerro esté lejos y sea un poco difícil de subir. Sirve para curarse por dentro, para respirar al fin.

Pintura de DIDIER FRANCO (Colombia, 1974)  
 

17 febrero 2017

LAS VUELTAS DE LA VIDA SON VUELTAS DE LLAVE


Tenía la costumbre de cerrar la puerta con dos vueltas de llave, alejarse, sentir un tironeo inoportuno que lo obligaba a girar la cabeza, regresar, poner de nuevo la llave en la cerradura, corroborar, volver a salir.

A veces volvía después de haber caminado algunos metros. Otras, retrocedía cuadras enteras. Con frecuencia iba y volvía sin parar y entonces llamaba al trabajo o a los amigos para avisarles de un malestar imprevisto. Cómo explicarles que se había demorado cerrando una puerta ya cerrada. Lo alteraba adivinar la mirada ciega de la cerradura, siempre acechándolo.
 


 

11 febrero 2017

Pity


Un chico de unos 25, en plena calle de Parque Patricios, le grita a otro:

-¡Eh! ¿Viste la foto del Pity con la camiseta de Independiente?

-No, che.

Se reúnen sobre la vereda.

-¿Tenés celular? Buscala, buscala. Poné “Pity con policía”

Yo estoy a unos metros, bajo el alero de un negocio que vende productos para el pelo. Estoy escribiendo un mensaje mientras los escucho.

-Mejor poné “Pity con camiseta”

El otro sigue buscando, con paciencia.

-Mejor poné “Pity en calzoncillos”

El otro sigue buscando.

-O poné “Pity Álvarez, con calzoncillos y abrazado a policía”

El otro sigue.

Es una foto de Pity Álvarez, cantante del grupo de rock Viejas Locas e Intoxicados, en calzoncillos, con la camiseta del Club Independiente, una zapatilla de cada color y abrazando a un policía. Busco a los chicos para contarles que encontré la foto, pero veo que, sobre la vereda, ya no hay nadie.