24 marzo 2017

La suerte fue echada

Cuando vio que todos los números de su billete de lotería coincidían con los de la publicación, dejó de pensar que el mundo y la suerte siempre le daban la espalda.

Buscó entre sus bolsos el adecuado para transportar la ganancia. El elegido fue un maletín de lona, mediano, que le permitiría hacer pensar a la gente que era un profesor de secundaria, llevando a clases los libros y apuntes para sus clases.

De la agencia de lotería salió con dos cheques, directo al banco. Pronto su antiguo y rotoso maletín de lona negro se transformó en el  recipiente contenedor de la fortuna que nunca se hubiese imaginado tener.

Estaba feliz. Lo único que alteró un poco su felicidad fue descubrir un agujerito diminuto en la lona del bolso. Temió  que algún transeúnte atento pudiera advertir la existencia de un billete tras el pocito de lona. Seguramente todo era producto de una paranoia lógica, nunca había andado por la calle con tanta plata. Esa misma paranoia que pronto lo llevó a sentirse acechado por sombras que lo rodeaban, que caminaban detrás, zigzagueando tras sus pasos. De golpe sintió que algo lo tironeaba.

Llegó por fin a la puerta de su casa. Estaba agitado; había corrido. Sintió que una especie de cordón elástico le rozaba la mano, y entonces vio aquello que lo había hecho pensar en una persecución para un robo. Era un hilo negro, un grueso hilo negro que le envolvía la mano, bajaba y se extendía en olas en el lugar en el que debería estar el bolso. Hilacha. Solamente hilacha  dispersa en la vereda, en la calle. Del dinero, no quedaban ni rastros.                       

02 marzo 2017

El último corso


Fue durante un carnaval. Yo tenía 13 años. El corso se hacía sobre la avenida Ibazeta -en la ciudad de Salta- y mi casa estaba cerca. Con una amiga decidimos ir pero, antes, dar unas vueltas por los alrededores para comprar chicles y lanzanieve. Cuando doblamos en una esquina,  nos topamos con un grupo de muchachos.  Eran como diez. En cuanto estuvimos a la par de ellos, comenzaron a gritarnos groserías.  Cuando advirtieron nuestro amague de bajarnos a la calle, nos rodearon y nos tocaron el culo. A mí me agarraron unos cinco y a ella otros cinco, y nos manosearon. Después se alejaron, riéndose a carcajadas.
No se usaba denunciar ni contarle a nuestras mamás. En esa época, nos enseñaban a aguantárnosla y a no hacer ni decir nada,  porque “podía ser peor”,  es decir, el tipo podía enojarse, y un tipo enojado era propenso a  golpear  y a matar, eso estaba comprobado. No había que hablar, además, porque por qué tuvimos que andar solas por ahí, tendríamos que haber sabido que era peligroso.  Desistimos de ir al corso; volvimos a nuestras respectivas casas. Nunca más volví a ningún corso.
No fue la única vez que me tocaron el culo en la calle. No fue la única vez que me faltaron el respeto. Todas las veces la misma impotencia, la misma rabia. De todas formas, qué suerte que lo que me pasó no fue nada, a la par de lo que viven otras mujeres. Qué suerte.