Después de escuchar las primeras noticias sobre las muertes y femicidios de todos
los días, llega el momento de ensardinarse. La máquina chirría y la gente se
prepara para el salto. Las puertas se abren, reciben a la masa de gente que
empuja, aplasta, retuerce.
Los cuerpos de chicle se amoldan a la casilla. A veces
alguno tironea y un pedazo de masa se desprende del resto. Sube, entra al horno
y termina de desintegrarse.
También está lo bueno, lo mágico. Nadie sabe qué estás ahí,
ni siquiera el chofer de la máquina. Alguien viaja en el vagón de al lado e ignora que estás. Ni vos ni el otro saben de sus respectivas existencias, no se vieron nunca las caras y, sin
embargo, viajan juntos.
-Parecen sardinas, boluda, ¿viste?- le comenta un pibe a
una piba, mientras mira cómo la máquina pasa repleta y los deja esperando en la orilla.
Se escucha un nuevo verbo con pronombre adosado:
ensardinarse. Alguno dice, por ejemplo, “No pienso ir a ensardinarme a
(nombre del lugar), ya me ensardino todos los días en el subte”.
La máquina frena en la última parada. Alguien abre la lata
de sardinas . El aceite se expande sobre los rieles. Los lubrica y los prepara
para el próximo viaje estelar de la máquina compresora.
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