Era el más simpático del barrio. Todos lo querían y lo apañaban en sus fechorías. Pasaba días enteros en la calle, o paseando de casa en casa, sin hacer nada productivo.
Nunca había querido trabajar ni estudiar. Vivía para comer, dormir y confraternizar con sus amigos y vecinos.
Se decía que tenía cerca de diez hijos no reconocidos. Y él seguía en la casa de sus padres, como si nada, comiendo y haciéndose servir, llevando una vida completamente inútil y distendida.
¡Qué va a ser de él cuando sus padres ya no estén!, llegaron a decir algunos.
Y un día sus padres no estuvieron. Se encontró solo en el mundo y sin un peso para sobrevivir.
Pero no duró mucho su estado, ya que un vecino fue a buscarlo para ofrecerle albergue en su casa.
Por supuesto, no se negó. Y batiendo su espeso rabo marrón y haciendo algún gesto de alegría con el hocico, aceptó a su nueva familia.