Fue durante un carnaval. Yo tenía 13 años. El corso se hacía
sobre la avenida Ibazeta -en la ciudad de Salta- y mi casa
estaba cerca. Con una amiga decidimos ir pero, antes, dar unas vueltas por los
alrededores para comprar chicles y lanzanieve. Cuando doblamos en una
esquina, nos topamos con un grupo de
muchachos. Eran como diez. En cuanto
estuvimos a la par de ellos, comenzaron a gritarnos groserías. Cuando advirtieron nuestro amague de bajarnos
a la calle, nos rodearon y nos tocaron el culo. A mí me agarraron unos cinco y
a ella otros cinco, y nos manosearon. Después se alejaron, riéndose a
carcajadas.
No se usaba denunciar ni contarle a nuestras mamás. En esa
época, nos enseñaban a aguantárnosla y a no hacer ni decir nada, porque “podía ser peor”, es decir, el tipo podía
enojarse, y un tipo enojado era propenso a
golpear y a matar, eso estaba comprobado. No había que hablar, además,
porque por qué tuvimos que andar solas por ahí, tendríamos que haber sabido que
era peligroso. Desistimos de ir al
corso; volvimos a nuestras respectivas casas. Nunca más volví a ningún corso.
No fue la única vez que me tocaron el culo en la calle. No
fue la única vez que me faltaron el respeto. Todas las veces la misma
impotencia, la misma rabia. De todas formas, qué suerte que lo que me pasó no
fue nada, a la par de lo que viven otras mujeres. Qué suerte.
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