Tenía la costumbre de cerrar la puerta con dos vueltas de
llave, alejarse, sentir un tironeo inoportuno que lo obligaba a girar la
cabeza, regresar, poner de nuevo la llave en la cerradura, corroborar, volver a
salir.
A veces volvía después de haber caminado algunos metros.
Otras, retrocedía cuadras enteras. Con frecuencia iba y volvía sin parar y entonces
llamaba al trabajo o a los amigos para avisarles de un malestar imprevisto.
Cómo explicarles que se había demorado cerrando una puerta ya cerrada. Lo alteraba adivinar la mirada ciega de la cerradura, siempre acechándolo.
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